La parte más divertida del rumbo crispado que está tomando la política nacional es ver a los políticos –esos de las patadas al diccionario, los que se “posicionan” y “vehiculizan”– transformados en estrictos filólogos, preocupadísimos por cada matiz del idioma. La bronca contra el matrimonio gay, dicen, no es por el gay sino por la palabra matrimonio. Y ahora se pelean por las “alidades”, que es lo que queda de restar las nacionalidades de la Constitución de la nación del Estatut.
Dice un amigo que cuando una discusión llega al nivel en el que se debate lo que significa exactamente una palabra, ya no suele tener sentido seguir. Lo sorprendente es que entremos en este juego y nos pelemos sobre si España es contingente o necesaria, si es un estado o una nación. Si está invertebrada.
Mientras discutimos sobre el nombre de la rosa, nos olvidamos del verdadero debate: el del dinero. ¿Cuánto es el déficit fiscal de La Moraleja? Ser una comunidad histórica ¿debe dar derecho a privilegios sobre el resto? Yo creo que no. ¿Federación? Ningún problema. ¿Confederación? Adelante.
Pero, en este contexto, en el del dinero, “asimétrico”, ese adjetivo para “federalismo”, sólo significa “y yo más”. Es el superlativo de desigualdad, es el sinónimo de injusticia.
Y lo demás son sólo palabras.
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